Edward Hopper y Raymond Carver
Edward Hopper (1882–1967) es uno de los representantes del nuevo realismo norteamericano, y en sus pinturas muestra escenas contemporáneas rurales o urbanas, con personajes solitarios, aun rodeados de gente. Raymond Carver (1938–1988), por su parte, es un escritor estadounidense, cuyos relatos se caracterizan por un estilo despojado, con una mínima anécdota, pero con un excelente manejo de la elipsis narrativa.
No sabemos si Carver admiraba a Hooper, o si Hopper llegó a saber algo de Carver, y eso no es relevante en este caso. Lo que importa es que ambos consiguen darle intensidad y profundidad a escenas cotidianas, a situaciones mínimas con seres comunes. En ambos se puede comprobar la teoría del iceberg de Ernest Hemingway: “Si un escritor en prosa conoce lo suficientemente bien aquello sobre lo que escribe, puede silenciar cosas que conoce, y el lector, si el escritor escribe con suficiente verdad, tendrá de estas cosas una sensación tan fuerte como si el escritor las hubiera expresado. La dignidad de movimientos de un iceberg se debe a que solamente un octavo de su masa aparece sobre el agua. Un escritor que omite ciertas cosas porque no las conoce, no hace más que dejar lagunas en lo que describe”. De lo que se trata, entonces, es de sugerir, de mostrar más que de contar.
Las figuras solitarias de Hopper reflejan la incomunicación moderna mediante amplios espacios vacíos. Sus rostros son a menudo difusos e inexpresivos. Las perspectivas son sencillas y geométricas, y se destacan las líneas rectas y los tonos apagados que amplifican esa impresión de soledad. Carver en sus cuentos también retrata el aislamiento de las grandes ciudades, la alienación y la infelicidad, y los lectores nos sentimos parte de una atmósfera densa en la que los personajes están inmersos en conflictos consigo mismo y con los otros, aunque lo que se narra sea de una simpleza extrema.
En ambos artistas, además, el silencio ocupa un lugar importante. Para Octavio Paz: “Todos los hombres, en algún momento de su vida, se sienten solos; y más: todos los hombres están solos. Vivir es separarnos del que fuimos para internarnos en el que vamos a ser, futuro extraño siempre. La soledad es el fondo último de la condición humana (El laberinto de la soledad). Los protagonistas de las pinturas de Hopper y de los cuentos de Carver, consciente o inconscientemente, se saben solos y aparecen retratados en situaciones decisivas que implican elecciones, de ahí la tristeza o la melancolía que subyace, esa que adivinamos como espectadores o como lectores.
Hay en ambos un fondo existencialista no solo en esta idea de personajes arrojados al mundo y obligados a tomar decisiones, sino en la angustia que eso genera, sentimiento que, por otra parte, tiene que ver con el vértigo del ser humano ante el silencio del camino con múltiples señales, según analizaba Søren Kierkegaard. Una mujer sentada en una cama en una habitación de hotel o un hombre en la barra de un bar son algunos de los personajes de Hopper. ¿Qué piensan?, ¿cómo seguirán sus vidas? Ellos son, como tantos otros que desfilan en la narrativa de Carver, hombres y mujeres para los que la soledad y la incomunicación definen su estar en el mundo.
Quizás, lo que ambos creadores vienen a decirnos es que mientras el ser humano no se conecte consigo mismo, mientras no se conozca, mientras no hable con su propio yo, las relaciones con el otro seguirán siendo frustrantes. Pablo d’Ors habla de todo esto en Biografía del silencio: “El silencio es una llamada, pero no una llamada personal (…), sino una llamada puramente impersonal: el imperativo a entrar no se sabe dónde, la invitación a despojarse de todo lo que no sea sustancial, en la creencia de que desnudos nos encontraremos mejor a nosotros mismos. Algo o alguien dice dentro del hombre: enmudece, escucha. Uno nunca puede estar seguro de haber oído realmente esa voz, pero si de hecho enmudece y escucha con regularidad es que probablemente la ha oído. De no ser así, no encontraríamos las fuerzas para enmudecer y escuchar”. En Hopper y en Carver, somos testigos privilegiados de ese silencio que nos atraviesa a todos y a todas, ese que a veces nos duele, pero que otras nos permite saber quiénes somos.
Portada: Eleven A.M., 1926, Edward Hopper