El mar, John Banville

Adriana Santa Cruz
5 min readJan 26, 2021

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Un poeta que escribe en prosa. Así se define a sí mismo John Banville, escritor irlandés considerado uno de los grandes talentos de la lengua inglesa. En la tradición de James Joyce y de Samuel Beckett, pero también con mucho del Proust de En busca del tiempo perdido, la novela se despliega en cada una de sus líneas como la memoria de Max Morden, un historiador de arte que se retira a escribir a un pueblo costero.

El mar –Premio Booker 2005– está escrita en una primera persona que, más que contarnos una historia, nos presenta un narrador que reflexiona con gran hondura psicológica acerca de la naturaleza de las percepciones, los límites entre lo imaginario y lo real, y la soledad existencial del individuo. La novela se constituye entonces en una larga descripción de personajes, lugares, situaciones donde las imágenes, los sonidos y los olores adquieren un protagonismo que supera la propia trama. Los personajes se mueven, pero con un ritmo ralentizado, demorado, moroso que adquiere un significado a partir de la conciencia de Max Morden que ordena los hechos en su memoria.

Sin duda, Banville es un maestro a la hora de describir: logra metáforas maravillosas; hace tocar, oler, sentir aquello que describe; trabaja como un pintor que elige los colores, las texturas, el ángulo más adecuado, maneja las luces y las sombras, pero también, magistralmente, elige qué describir y qué no para crear cierto suspenso en el lector. Selecciona la palabra justa, la que remite a la mayor cantidad de asociaciones. Algunos ejemplos pueden dar cuenta de lo anterior: uno de los personajes es “un dios viejo-verde-sonriente”; la relación entre dos hermanos es “un hilo sutil e invisible de un material brillante y pegajoso, como la seda de una araña…”; el primer beso es para el protagonista similar a algo caliente “que se hubiera licuado de pronto y recorriera su hueca longitud [la de la espina dorsal]”; durante una tormenta la habitación de Morden “está sumida en un parpadeo de luz, y el cielo a patada limpia, rompiéndose los huesos”.

Si para describir hay que saber mirar, el protagonista se define a sí mismo como un diletante, alguien que disfruta de ese mirar, más que de actuar. Todo cae bajo su examen que se realiza, además, en un tiempo diferente al real, porque es un tiempo interior. Luego de la muerte de su esposa Anna, y más de cincuenta años después de la última vez en la que estuvo allí, Max vuelve a los Cedros en Ballyles. El tiempo se diluye porque en esa visita se mezclan el presente, signado por esa pérdida, y el pasado que entrelaza hechos de su infancia con los del último año de la enfermedad de su esposa. Morden adulto observa ese pasado, pero se pregunta constantemente “¿Dónde estoy, acechando desde qué posición estratégica? No me veo”, porque para darle protagonismo a la mirada, el personaje cuestiona desde dónde examina, e incluso se dirige directamente al lector justificando los diferentes niveles de su mirar.

A esta altura, es casi obvio decir que la novela tiene como uno de sus temas el observar y el ser observado. Más allá de que Morden se regodea en la mirada, aparecen diferentes representaciones de esta. Las constantes referencias a la pintura –en la que el pintor observa para poder plasmar su cuadro que luego será observado por el espectador–, y a la fotografía –que es otra mirada, diferente y extraña– acentúan el estatismo de la narración. Lo importante es el momento, lo fugaz, la diapositiva que guarda la memoria que se caracteriza, sin embargo, por su fragilidad. Para mostrar esto se mezclan los recuerdos sin solución de continuidad. Mirada y memoria se complementan y se completan con la presencia de los sueños, que en compañía de los recuerdos adquieren más realidad que la realidad misma.

Gracias a una buena traducción, podemos apreciar también en la versión española el trabajo de Banville con el lenguaje. Según las palabras del propio autor, imaginamos que este instrumento de uso diario es simple y directo, aunque en realidad tiene voluntad propia. Las palabras tienen así un enorme potencial de significado que se puede reforzar a través del ritmo de la prosa. Gracias a esto, los objetos se muestran ante nuestros ojos a partir de la palabra que los configura. De ahí que El mar también esté actualizando el tema de la contraposición entre apariencia y realidad. Lo real lo es solo porque hay un lenguaje que lo describe.

Por supuesto que en la novela hay otros personajes: ya mencionamos a Anna, la esposa; también están Claire, la hija de veintitantos años, cuya relación con su padre no es la mejor, y todos los miembros de la familia Grace que solo están en la memoria de Morden –Carlo, Constance, los padres, junto con los mellizos Myles y Chloe–. Otros temas se suceden a través de la presentación de esta familia: el primer amor, la perversión, la sexualidad, y finalmente la muerte y el dolor. Todos estos personajes existen porque la memoria les asigna una característica que los define: el protagonista los recuerda por sus olores, por pinceladas que los transforman en cuadros que son fragmentarios e incompletos, pero que son lo único con lo que cuenta el narrador en el momento de sus añoranzas.

La crítica señala que en Banville hay mucho de Henri Bergson para quien lo absoluto puede darse solo a partir de una intuición, es decir, a partir de esa simpatía por la cual uno se transporta al interior de un objeto para traducir aquello que lo hace único. Pero eso no es todo, en su Introducción a la metafísica (1903), también él habla de la importancia del recuerdo y de la memoria. “Vivir consiste en envejecer. Pero es también un enrollamiento continuo, como el de un hilo sobre una bola, pues nuestro pasado nos sigue, se agranda sin cesar con el presente que recoge sobre su ruta. Conciencia significa memoria”, nos dice, y esta es la poética que subyace en la escritura del autor irlandés.

Por último, es casi una obligación pensar el porqué de la elección del mar como escenario en el que transcurre la vida de los personajes: el mar de la infancia en los Cedros y el que está junto a la casa en la que Max vivió con Anna el último año de su enfermedad, pero también el mar es el hospital en el que se adentra el protagonista cuando muere su compañera. Testigo de lo que sucede fuera de la conciencia de los personajes, este elemento de la naturaleza es además un símbolo de la dinámica de la vida, todo sale de él y todo vuelve a él. Es, también, una metáfora de la incertidumbre, de la duda, de la indecisión, y en esta novela, el mar es esencialmente el flujo de la memoria que va y viene en oleadas de intuiciones que es, según lo que dijimos, lo que nos queda de la realidad exterior.

“Qué pequeño recipiente de tristeza somos, navegando en este apartado silencio a través de la oscuridad del otoño”, dice Max. Para el que se reconozca en esta frase o para quien esté dispuesto a hacer una pausa, El mar es la recreación de un mundo a través de una interioridad, pero es, además, una posibilidad de que nosotros mismos completemos esa mirada del protagonista a partir de nuestra propia experiencia interna.

John Banville. El mar, Anagrama, 2006, 219 págs.

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Adriana Santa Cruz

Profesora y Licenciada en Letras, redactora y gestora cultural