“El viento que arrasa”, Selva Almada

Adriana Santa Cruz
4 min readDec 29, 2021

Selva Almada, joven escritora entrerriana, exhibe en su primera novela un universo regional, realista, pero también sugerente. Todo nos llega a través de una escritura despojada, con diálogos y descripciones que son un ejemplo de cómo un lenguaje preciso puede expresar más de lo que dice. En este sentido, la crítica habla de una influencia de la escritora norteamericana Carson McCullers con su literatura de provincia y su galería de personajes atrapados por un destino omnipresente.

El viento que arrasa transcurre entre la tarde de un día y la mañana del siguiente, tiempo en el que confluyen cuatro vidas en un taller mecánico perdido en el Chaco en medio de la soledad, el polvo y el calor. Allí llegan el Reverendo Pearson y su hija adolescente Leni cuando su auto se descompone, y deben acudir al Gringo Brauer y a su ayudante Tapioca para que les solucione el problema. Esa espera, mientras el auto es arreglado, se transforma en la calma que antecede a la tormenta: una real, y otra simbólica que ocurre en el interior de los personajes. Los cuatro están “arrojados”, a la manera existencialista, en ese mundo rural en el que aparentemente nada pasa, aunque la verdad es otra que está configurada por los flashbacks y por los deseos no siempre dichos explícitamente.

Así como en Carson McCullers, hay en la novela de Almada cierta ambigüedad, diálogos cortos pero filosos y profundos, relaciones conflictivas entre lo público y lo privado, y en el fondo, un gran problema de comunicación. El Reverendo Pearson es un pastor que se cree bendecido por Dios con una misión que debe cumplir aun a costa de la felicidad de su propia hija. Su esposa lo abandona cuando Leni es más chica y desde ese entonces recorre lugares solitarios llevando la sagrada palabra, pero condenando a su hija a una vida sin hogar y sin amigos. Paralelamente, el Gringo recibe la noticia de que Tapioca es su hijo, cuando este tiene nueve años. Lo acepta y lo cría solo, también sin otros chicos de su edad, inculcándole los valores del trabajo y del respeto por la naturaleza. Sin embargo, en estos dos padres hay mucho de egoísmo, y hay entre ellos y sus hijos mucha falta de diálogo.

Los dos adolescentes, Leni y Tapioca, quieren otra vida. No hay reproches directos, pero sí hay una comprensión cada vez más clara en ellos de que no quieren repetir la de los mayores. La chica admira al Reverendo cuando pronuncia sus sermones, y Tapioca agradece todo lo que el Gringo hizo por él, pero cuando estos dos adolescentes se encuentran cara a cara, como en un espejo, adquieren mayor conciencia de aquello que les falta. En sus carencias, los lectores descubrimos cierta ambigüedad moral de los mayores: ¿hasta que punto Pearson no es un fanático que se atribuye una misión mesiánica?, ¿por qué el pastor miente y dice que es viudo?, ¿hasta qué punto Brauer no mantiene a su supuesto hijo esperando tener a alguien que lo cuide en su vejez?, ¿por qué el mecánico no permite que Tapioca se relacione con otros chicos? Sin embargo, nada y todo está dicho, porque será el lector el encargado de “leer” las vidas y las palabras de cada uno de los protagonistas de esta historia.

Ya en el plano puramente simbólico, ese viento que arrasa y llega con la tormenta provoca más que destrozos físicos. La novela, que hasta el momento de la lluvia había ocurrido mayormente en espacios abiertos, se traslada al interior de la casa de Brauer, y ese espacio cerrado provoca el surgimiento de la intimidad, de la comunión entre esos personajes que uno frente al otro irán descubriendo eso que estaba latente, pero que la tormenta concreta. Precisamente, es Beatriz Sarlo la que habla de la materialidad de Selva Almada. Resulta muy interesante analizarla como recurso narrativo: los olores previos a la tormenta se materializan, así como la soledad y el agobio se materializa en la descripción del taller del Gringo. En este sentido, el último capítulo está narrado de una manera magistral, cuando todos los sentimientos y los deseos de los personajes se traducen en el coche que se convierte en un punto metálico sobre el asfalto mojado.

Cuando Borges en su ensayo “El escritor argentino y la tradición” dice “Creo que si nos abandonamos a ese sueño voluntario que se llama la creación artística, seremos argentinos y seremos también, buenos o tolerables escritores”, está alejándose del costumbrismo y está enfatizando una escritura argentina, pero universal. El viento que arrasa es regional pero no costumbrista. En una época en que las historias mínimas ya resultan un lugar común, Selva Almada consigue darle originalidad a un relato en el que una historia simple es solo una excusa para algo más. Y eso es saber escribir.

Selva Almada, El viento que arrasa, Mardulce, 2012, 168 págs.

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Adriana Santa Cruz

Profesora y Licenciada en Letras, redactora y gestora cultural