La poesía: “esa cosa liviana, alada, sagrada”

Adriana Santa Cruz
4 min readFeb 24, 2021

Abrir un libro de poesía implica hacer una pausa y animarse a nadar en medio de un mar de metáforas, imágenes, aliteraciones, dejándonos llevar por un lenguaje que, más que cualquier otro dentro de la literatura, evoca y nos conecta con nuestro yo más profundo. Sin embargo, como vivimos corriendo, intentando ser lo más eficientes posibles, a veces resulta difícil darse un tiempo para la lectura de poemas.

Octavio Paz (1914–1998) afirmaba que “el poema es una posibilidad abierta a todos los hombres, cualquiera que sea su temperamento, su ánimo o su disposición. (…) Hay una nota común a todos los poemas, sin la cual no serían nunca poesía: la participación. Cada vez que el lector revive de veras el poema, accede a un estado a un estado que podemos llamar poético. El poema es vía de acceso al tiempo puro, inmersión en las aguas originales de la existencia. La poesía no es nada sino tiempo, ritmo perpetuamente creado”. Entonces, el poema implica un compromiso que se renueva en cada lectura, aunque no siempre estemos dispuestos a comprometernos.

Siguiendo con esta idea de participación, Jorge Luis Borges (1899–1986) decía que “la poesía es el encuentro del lector con el libro, el descubrimiento del libro (…) Cuando leemos un buen poema pensamos que también nosotros hubiéramos podido escribirlo; que ese poema preexistía en nosotros. Esto nos lleva a la definición platónica de la poesía: esa cosa liviana, alada y sagrada”.

Disposición, encuentro, inmersión en la propia existencia: podríamos decir que cualquier literatura, y hasta cualquier arte, podría definirse a partir de estas ideas. Sin embargo, hay algo más en la poesía, esa cosa sagrada de la que hablaba Platón. No es casual la elección del término que hace el filósofo griego. El verbo sacrare significaba “consagrar”; lo sacrum era para los latinos el objeto del culto. En este sentido, la poesía nos exige comunión: unión, relación, ser partícipe de algo de manera un poco más implicada que en otro tipo de arte. ¿Y por qué esta mayor exigencia?

La respuesta también la da Octavio Paz: “La poesía es conocimiento, salvación, poder, abandono. Operación capaz de cambiar al mundo, la esclavitud poética es revolucionaria por naturaleza; ejercicio espiritual, es un método de liberación interior. La poesía revela este mundo; crea otro. Pan de los elegidos; alimento maldito. Aísla; une. Invitación al viaje; regreso a la tierra natal. Inspiración, respiración, ejercicio muscular. Plegaria al vacío, diálogo con la ausencia: el tedio, la angustia y la desesperación la alimentan. Oración, letanía, epifanía, presencia. Exorcismo, conjuro, magia. Sublimación, compensación, condensación del inconsciente”. ¿Con qué frecuencia estamos dispuestos a dejarnos seducir por semejante propuesta?

La poesía, además, nos pone frente a un mundo que se ofrece como misterio para ser descifrado, como postulaban los simbolistas, y para develarlo, el poeta debe trazar las correspondencias ocultas que unen los objetos sensibles. Para Paul Verlaine (1844–1896), “el verso debe ser antes que nada música; una armonía de sonidos que hace soñar (…) la arquitectura sólida del poema, la elocuencia y el orden romántico o parnasiano resultan inútiles para traducir lo impreciso, el matiz, las sugestiones, las leves sensaciones (…). Con un plan incierto, palabras vagas, grupos de sonidos inesperados y evocadores, se podría despertar la sensibilidad del lector y transferir en ella parte de la sensibilidad del poeta”. Podríamos hablar de un encuentro de sensibilidades que ocurre en cada verso o en cada estrofa porque, como decía Martin Heidegger (1889–1976): “En la poesía el hombre se une a los fundamentos de su existencia”, o como leemos en Wystan Hugh Auden (1907–1973), “la poesía es lenguaje en el más personal, el más íntimo de los diálogos. Un poema sólo tiene vida en cuanto un lector responde a las palabras que el poeta escribió”.

Una vez le preguntaron a Borges: “¿Para qué sirve la poesía?”. Y él respondió: “¿Y para qué sirven los amaneceres?”. La poesía no tiene que “servir” para nada o para todo porque, despojada de cualquier valor utilitario, gana en trascendencia. Giuseppe Ungaretti (1888–1970) se refiere la importancia de la poesía cuya misión es “la integridad, la autonomía, la dignidad del ser humano. Si la poesía lograra un día vencer su batalla, si llegara finalmente a salvar el alma humana, si un día la unidad de las creencias, la primacía del espíritu fuera aceptada por todos como regla fundamental de cada sociedad, la poesía habría ganado su batalla y las dificultades morales que siempre han dividido a la humanidad tan trágicamente al fin se resolverían”.

Quizás decir “poema” no sea más que decir “utopía” encargada a los poetas, pero cuyos destinatarios somos las mujeres y los hombres: en palabras de Emanuel Swedenborg (1688–1772), “la tarea del poeta es mantener abierta la comunicación entre el hombre y su imaginación, el hombre y sus sentidos, el hombre y el hombre, el hombre y el bien natural, el hombre y los dioses”.

Las citas anteriores son solo pocos ejemplos de cuánto se ha reflexionado siempre acerca de la poesía, de sus alcances, de sus hacedores y de sus lectores. En general, no hay poeta que no haya pensado acerca de su hacer, aunque desde nosotros los lectores, nada se iguala a leer un poema, a descifrarlo, y a encontrarnos diciendo: “Justo eso quería yo decir”. Un poema por día puede ser un buen ejercicio de autoconocimiento, nada desechable si pensamos los pocos momentos que a veces le dedicamos a pensar sobre nosotros mismos. Cerramos con unos versos de Charles Baudelaire (1821–1867) referidos al poema: “Es un grito repetido por mil centinelas, / una orden que mil portavoces envían; / es un faro iluminando mil ciudadelas, / un llamado de cazadores perdidos en los grandes bosques”. Que la poesía nos ilumine siempre.

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Adriana Santa Cruz

Profesora y Licenciada en Letras, redactora y gestora cultural