Los enamorados, Alfred Hayes

Adriana Santa Cruz
5 min readJan 27, 2021

Lejos del planteo idílico del mito del andrógino que postulaba Platón en El banquete, donde se definía el amor como esa búsqueda de la mitad que nos complete, Los enamorados, de Alfred Hayes, nos ofrece una historia en la que, en cambio, se manifiesta la imposibilidad de encontrar en el otro ese ideal al que todos aspiramos. De este modo, el amor implicaría asumir esa permanente carencia y construir a partir de esta.

Una de las primeras cosas que llama la atención desde las primeras páginas es la ausencia de nombres de los dos personajes centrales: ella y él son la pareja, los enamorados. El resto de los personajes sí tienen nombre o apellido: amigos, vecinos, conocidos. Sin dudas, esto no es casual: la pareja que protagoniza esta obra representa, de alguna manera, a cualquier hombre y a cualquier mujer, lo que se refuerza con gran cantidad de enunciados que generalizan acerca de los deseos y de los comportamientos que unos y otras manifiestan a la hora de amar. En este sentido, el texto tiene algo de ensayo y, por lo tanto, de novela de tesis en la que el argumento es casi una excusa para comprobar una hipótesis previa.

Estructuralmente, el libro se organiza como una narración enmarcada: el hombre encuentra a una chica de unos 24 o 25 años en el bar del hotel donde vive y comienza a contarle esa gran historia de amor que vivió durante un año con una joven de 22 años. El hecho de que esta historia esté contada en primera persona nos ofrece una visión siempre desde lo masculino, un relato, entonces, parcial. Si bien sabemos mucho de ella y de lo que piensa, hay una parte que queda oculta, ya que ella también está definida por sus silencios, por los momentos en que está triste o deprimida, y en los que a él solo le queda ser un testigo mudo.

¿Cuál es entonces esa mirada masculina que nos entrega la novela? En las reflexiones del protagonista, es donde aflora el ensayo porque es donde él esboza una teoría acerca del comportamiento femenino a la hora de amar: las mujeres se ponen más lindas cuando tienen un amante; demuestran siempre clarividencia para adivinar su futuro sexual cuando empiezan una relación; es natural que una mujer se deshaga de un hombre no sin antes “casual o deliberadamente haya entrevisto la promesa de otro”; “las mujeres siempre eligen, con un instinto desconcertante, los momentos más terribles para terminar una relación. Sus despedidas siempre parecen ocurrir como los asesinatos, cuando menos se las espera”; ningún episodio en el que la mujer se sienta halagada por un hombre termina así nomás, aunque ella diga lo contrario. Dentro de estas generalizaciones, también hay referencias al matrimonio y a las casi imposibles probabilidades de unir amor y felicidad dentro de esta institución.

Para justificar esto del amor como irremediable carencia, se hace necesario contrastar a los dos protagonistas. Ella vive en un departamento chico, se siente desamparada y tiene una hija de cinco años, Bárbara, de un matrimonio anterior. Es bastante desordenada y la enumeración de los objetos de su casa demuestra que espera un orden definitivo para su vida que todavía no ha llegado. Quiere una casa, otro marido y otro hijo. Le gustan el piano y la natación, pero no puede darse el lujo de practicarlos.

Él es un hombre de unos cuarenta años, que vivió muchas experiencias con mujeres, pero que solo se enamoró esta única vez, aunque le cueste asumirlo o quizás tema admitirlo. Vive en un hotel, lo que dice mucho de su falta de compromisos; por eso su búsqueda se orienta a “un idilio muy conveniente, fijo e invariable, una simple secuencia de placeres” que no alteraría ni su vida ni su trabajo y lo liberaría de la soledad.

Más allá de las edades, hay objetivos diferentes en los dos y, aunque es claro que se aman, no hay posibilidades de construir algo en común si no se aceptan esas desigualdades: “Ella quería ser el sol y la luna y las estrellas para alguien. Quería que alguien se desviviera por ella. Que la necesitara siempre y para siempre. Él, en cambio, afirma: “Era que las mujeres no figuraban entre mis verdaderas necesidades. Lo que era mío no podía compartirlo con una mujer”. Y lo que acentúa esos contrastes es, obviamente, la aparición de un tercero: Howard, un millonario que le ofrece a ella 1000 dólares por pasar una noche juntos. Entonces, entran a jugar otras cuestiones que van más allá del amor: la seguridad, un futuro para Bárbara, la posibilidad para la joven de tener esa vida que soñó.

Los contrastes se ven también a partir de los sueños que tienen ambos. Ella sueña con su hija, lo que demuestra cuál es su verdadera preocupación. Él tiene dos sueños sobre ella, y a partir de estos, primero se da cuenta de que, en realidad, se había enamorado ˗aunque no había podido confesarlo˗ y después de que, inevitablemente, tiene que aceptar que la perdió.

Sin embargo, pese a las dificultades que, como dicen ambos personajes, está en “nosotros. Ellos. Eso” ˗lo que equivaldría al “nosotros y nuestras circunstancias” de Ortega y Gasset˗, el poema de George Herbert que está en el epígrafe y que el hombre le comienza a recitar a la chica del bar pone la balanza del lado del amor y de la posibilidad de volver siempre a empezar: “[el amor] Se acercó hasta mí y, con dulzura, preguntó / si algo me hacía falta”.

¿Qué es el amor? ¿Qué buscamos cuando nos enamoramos? ¿Buscamos las mujeres lo mismo que los hombres? Los enamorados, de Alfred Hayes, ofrece respuestas posibles para estas preguntas a través de una historia en la que invariablemente los lectores tomamos partido por alguno de sus protagonistas.

Alfred Hayes, Los enamorados, La Bestia Equilátera, 2014, 160 págs.

Alfred Hayes fue un escritor, guionista y poeta inglés que trabajó en Estados Unidos y en Italia. Colaboró con directores como Victorio de Sica y Roberto Rosellini. Otros libros suyos traducidos al español son Que el mundo me conozca y Mi perdición.

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Adriana Santa Cruz

Profesora y Licenciada en Letras, redactora y gestora cultural