Oh, l’amour: representaciones del amor en la literatura
La fotografía “El beso del ayuntamiento”, de Robert Doisneau, fue parte de un encargo de la revista Life Magazine con el objetivo de mostrar el París del amor después de la Segunda Guerra Mundial. Se contrataron a varios extras, se hicieron varias fotos, y de todas, la que quedó cómo imagen emblemática fue esta que pusimos como portada. El amor en el arte es siempre una ficción, una construcción, una puesta en escena. ¿Qué pasa en la literatura entonces?
El amor –y el desamor, obviamente– es uno de los temas más abordados por los escritores. Además, se asocia a otros como el paso del tiempo, la memoria, el olvido o la muerte. Es casi imposible encontrar una obra que no presente alguno de estos temas o todos simultáneamente. Amor y tiempo, por ejemplo, se complementan perfectamente. ¿Existe el amor eterno? “Siempre es una palabra que no está permitida a los hombres”, nos dice Jorge Luis Borges en su cuento “Ulrica”. La finitud y el anhelo de algo eterno batallan dentro del hombre, y el amor es un campo propicio para este duelo que parece perdido de antemano.
Desde siempre, la literatura habló del amor. Por ejemplo, tenemos testimonios de poemas egipcios pertenecientes a las dinastías XIX y XX, entre 1300 y 1100 a.C., como este fragmento: “Ayer, siete días sin verla. / Mi enfermedad empeora, / ¡los miembros pesados! / Ya no me reconozco. / El alto sacerdote no es remedio, el exorcismo es inútil: / una enfermedad más allá del reconocimiento. / Yo dije: ella me hará vivir, / su nombre me animará, / sus mensajes son la vida de mi corazón / yendo y viniendo. / Mi amada es el mejor remedio, / más que cualquier farmacopea. / Mi salud reside en su arribo, / me curaré con sólo verla”. Como vemos, el amor como enfermedad no es un concepto nuevo, sino bastante antiguo.
Los griegos, por su parte, nos trajeron a Cupido, y la cosa se complicó. Existen muchas versiones acerca del nacimiento de Cupido (Eros, para los griegos), y en una de ellas, aparece como el hijo de Venus y Júpiter, que era bastante enamoradizo. Este intuyó el “mal” que el niño haría al universo y pretendió sacárselo de encima lo antes posible, pero el Destino hizo que se mantuviera a salvo en un bosque. Allí, quizás un poquito aburrido, Cupido fabricó un arco con madera de fresno, y flechas de ciprés. Tiempo después, Venus le regaló arco y flechas. Las flechas eran de dos especies: unas tenían punta de oro, para conceder el amor, mientras que otras la tenían de plomo, para sembrar el olvido y la ingratitud en los corazones. En cuanto a su imagen, se representa a Cupido como un niño con alas, para indicar que el amor suele pasar pronto, y con los ojos vendados para probar que el amor no ve los defectos de la persona amada, mientras se fija en ella.
En la Edad Media, llegó el amor cortés, que surgió en el siglo XI en la Francia occidental de Guillermo IX, duque de Aquitania. Los trovadores recitaban y cantaban historias en las que un joven caballero, la mayoría de las veces virgen, se enamoraba perdidamente de una mujer casada que suele ser descripta como bella e inteligente. Ese amor tiene un gran componente sexual, alimentado por el reto que supone conseguir a una mujer que pertenece a otro hombre –normalmente su señor–. ¿Pero se producía finalmente el encuentro sexual? Parece que no, que todo quedaba en el plano platónico y que la razón predominaba frente a los sentimientos. En el fondo, se suponía que, al no ceder a sus pasiones, la mujer hacía al hombre mejor persona y lo ayudaba a cultivar virtudes como la paciencia, la contención o el dominio. Además, de los trovadores, muchos poetas incorporaron el amor cortés a sus composiciones, como Jorge Manrique (1440–1479): “yo só el que, por amaros, / estoy, desque os conoscí, / «sin Dios, y sin vos, y mí». / Sin Dios, porque en vos adoro, / sin vos, pues no me queréis; / pues sin mí ya está de coro / que vos sois quien me tenéis”. ¿Qué más literario que un amor imposible, peligroso, condenado a hacer sufrir a los amantes?
El Renacimiento y el Barroco ahondaron en amores idealizados, en uniones imposibles, en abandonos dolorosos, terribles. Es que para amar “primero hay que saber sufrir”, como dice el tango. Si no, preguntémosle a los pastores de las Églogas de Garcilaso: Salicio y Nemoroso. Al primero, la mujer no lo registra: “¡Oh más dura que mármol a mis quejas, / y al encendido fuego en que me quemo / más helada que nieve, Galatea!, / estoy muriendo, y aún la vida temo; / témola con razón, pues tú me dejas”. Al segundo, se le muere su gran amor: “Acuérdome, durmiendo aquí alguna hora, / que despertando, a Elisa vi a mi lado. / ¡Oh miserable hado! / ¡Oh tela delicada, / antes de tiempo dada / a los agudos filos de la muerte!”. Por supuesto, el resultado, como dice Garcilaso es entendible: “Nunca pusieran fin al triste lloro /los pastores”. De cuidar ovejas, nada.
Como si no bastara tanto sufrimiento, viene el Romanticismo para mostrarnos que el amor es un desencuentro constante, que cuando se consuma no dura, que si dura provoca dolor, que viene con los celos, con el engaño…, aunque hay momentos más relajados, como vemos en esta rima de Gustavo Adolfo Bécquer: “Hoy la tierra y los cielos me sonríen; / hoy llega al fondo de mi alma el sol; / hoy la he visto…, la he visto y me ha mirado… / ¡Hoy creo en Dios!”.
Hay cientos de poemas, novelas, cuentos y obras de teatro donde el amor protagoniza historias que nos atrapan y nos seguirán atrapando a pesar del padecimiento de sus protagonistas. Afortunadamente, en la vida, no todo amor duele, ¿o sí?