Tennessee, Luis Gusmán

Adriana Santa Cruz
3 min readJan 26, 2021

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Tennessee es una gran novela, de esas que –como decía Borges en uno de sus famosos prólogos− nos recuerdan que hay un lector, “cuya atención conviene retener (…), cuya amistad es necesaria, cuya complicidad es preciosa”. Es, además, una obra que conjuga los temas y motivos de toda la narrativa de Gusmán con una dimensión existencial que nos involucra a todos.

Es esta la historia de Walenski y Smith, dos amigos, dos solitarios que alguna vez fueron pesistas, extras de cine, guardaespaldas, y que ahora viven con lo que les queda de ese pasado que siempre vuelve. A pesar de las diferencias y de ciertas traiciones, hay un lazo muy fuerte que los une y que tiene que ver con el desamparo y la soledad, dos temas que recorren el texto.

En el posfacio, el autor habla sobre la génesis de la novela, que comenzó como un cuento, y sobre la soledad como sentimiento que desencadena el relato: “…siempre me pareció que el acto más solitario, bordeando lo triste y lo sórdido, era ir solo al cine. Solo quiere decir sin la compañía de una mujer”. Esta imagen del cine aparece dentro del texto, así como las reiteradas menciones al desamparo del que Walenski es absolutamente consciente: “Cuando lo invadía aquella sensación de desamparo, le sobrevenía un espasmo que le hacía faltar el aire y la fatiga le cortaba la respiración”.

Mencioné a Borges al comienzo; la cita es del prólogo a Las ratas de José Bianco. Encuentro en este autor y en Gusmán un manejo similar del suspenso, una dosificación de la información que se da con cuentagotas buscando que el lector construya la historia completa frase a frase. En este sentido, Tennessee nos presenta una narrativa perfecta, con una arquitectura en la que nada sobra ni nada falta, en la que cada detalle cumple una función dentro de la totalidad de la historia. Como ejemplo, esta descripción del Hotel Alcántara en Almagro, y el paralelo entre espacio y personaje: “escandalosamente rococó sostenido por columnas con ángeles, tan voluptuosos y recargados como las volutas que los envolvían, dando la sensación de estar entre las nubes. Un buen refugio para la decadencia morbosa de Smith…”.

Con ese afán clasificatorio que nos persigue en literatura, podemos incluir esta novela dentro del policial, pero con ciertas aclaraciones. Hay una muerte, hay una investigación, hay una información que se va develando, como ya vimos, y hay pistas falsas, como sucede dentro del género. Sin embargo, Gusmán introduce su mitología propia y una dimensión humana que no siempre está en el policial: “un tramado de personajes e historias que pasan de un texto a otro”, como señala Jorge Consiglio en el prólogo –excelente, dicho sea de paso–. La política, la superstición, la muerte, los recuerdos, las putas, la pérdida, todo le da a los personajes y a sus vidas una categoría casi heroica, en el sentido de lucha, de deseo constante por algo que se ve como un horizonte lejano. La ciudad de Tennessee es el símbolo de ese deseo que en Smith se transforma en una obsesión por volver al lugar donde alguna vez fue alguien reconocido.

Una mención aparte merece el espacio, el Regatas, microcosmos que, a la manera borgeana, sintetiza el macrocosmos, lugar simbólico, “enclave conradiano en medio de la civilización”, en palabras de Gusmán. Y está el río, metáfora de la existencia humana y su constante cambio; metáfora de la vida y la muerte; pasaje, invitación a navegar a la otra orilla. No por nada los tres epígrafes, de William Faulkner, Derek Walcott y James Joyce, remiten a él.

Tennessee es de esas novelas impostergables, de esas que uno recomendaría a cualquier lector, de esas que, cuando terminan, nos provocan una sensación de tristeza y nos hacen volver de inmediato unas páginas atrás para releer algunos pasajes.

Tennessee, Luis Gusmán, Clubcinco editores, 2016, 136 págs.

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Adriana Santa Cruz

Profesora y Licenciada en Letras, redactora y gestora cultural